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domingo, 19 de octubre de 2014

Poseidón y el Rey Egeo. Cabo Sunión (Grecia)

A unos 65 km de Atenas hacia el sureste de Grecia, después de atravesar pueblos y montañas, el destino me reservaba una cita con uno de los atardeceres más mágicos y fascinantes que he tenido el placer de contemplar. Durante un espacio de tres horas aproveché cada minuto, cada instante, hasta que el sol, cada vez más deslumbrante sobre un mar en calma, decidió pasar al ocaso y liberarme así, del exilio espiritual en el que Poseidón parecía haberme tenido inmersa.



Antes del ansiado encuentro, el calor de agosto nos acerca a una playa cercana para disfrutar de los beneficios del agua marina, a la vez que nuestros ojos, se deleitan de unas vistas magníficas: el intenso azul del Mar Egeo y, las ruinas misteriosas del Templo de Poseidón que reposan sobre el acantilado.


Son las siete de la tarde y alzo la mirada mientras la brisa acaricia mis brazos desnudos. Es hora de descubrir el Santuario de estilo dórico que, rinde homenaje al Dios del Mar

Decenas de testigos emocionados se encaminan hacia el templo para admirar las dieciocho columnas que se mantienen levantadas.


La luz del sol ilumina el espacio y se filtra con destellos entre columna y columna. Cuenta la leyenda,  que, El Rey Egeo, padre de Teseo, se arrojó al mar desde este acantilado y de ahí,  el origen del nombre del mar que, se encuentra a sus pies.

Hacemos un paréntesis y nos adentramos en la época Minoica, cuando Creta controlaba el pueblo heleno...


Minos, tras la muerte de su hijo Androgeno, impuso a Atenas el sacrificio de jóvenes y doncellas para alimentar al Minotauro. El barco que los trasladaba a Creta, siempre navegaba con velas negras, como símbolo de duelo. Teseo, hijo del rey ateniense, decidió hacerse pasar por uno de estos jóvenes con el fin de matar al Minotauro.



Consiguió derrotarlo y salir del laberinto, gracias a un pabilo y una espada que le había proporcionado su amada, Ariadna, hija de El rey Minos. A su regreso, Teseo había acordado con su padre izar una vela blanca como signo de triunfo. Sin embargo, con la euforia de la victoria, lo olvidó y El Rey Egeo que, esperaba en el Cabo Sunión, al ver las velas negras, y roto de dolor pensando en la muerte de su hijo, se lanzó al mar.


Más allá de mitos, leyendas y fantasías, el escenario que estamos presenciando es extraordinario y nos dedica todo un espectáculo. Los presentes, con la cámara en la mano, incapaces de reprimir sentimientos, queremos dejar constancia de cuanto sucede, bajo el influjo de un Dios del Mar caprichoso que, parece habernos hechizado.


Poseidón podría haber adoptado cualquier forma. No lo vemos, sin embargo, la presencia de algo divino se palpa en el ambiente, como si de una alegoría se tratase. El mar sigue en calma y tiempo quiere detenerse, sólo el sol sigue su curso, lentamente bajo el efecto rotativo de la tierra. Es el momento ideal para relajarse y no hacer nada, tan solo admirar, un paisaje que embelesa.


La magia continúa en un entorno que te deja sin palabras y renueva tu energía. Alejados de la realidad cotidiana, seguimos observando el cielo con la mirada errante y sin perdernos un segundo del recorrido de un sol seductor que, busca perderse y fundirse en el horizonte. Anochece y nos resistimos a abandonar este momento de seducción.


Debemos regresar a la vorágine ateniense, aunque satisfechos por haber cumplido una ilusión. Termino con una cita que, el poeta inglés Lord Byron, incluyó en su obra "Don Juan" deslumbrado como nosotros, por las ruinas del Templo y la magia del Cabo Sunión.


"Llevadme ante el marmoreo farallón de Sunión, 
donde nadie salvo yo mismo y las olas 
pueden oír nuestros murmullos mutuos;
 allí como un cisne, dejadme cantar y morir"

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